Kristīne Zonne

Perdido

El silencio de mi habitación de hotel se vio interrumpido por el estridente timbre del teléfono. Era mi marido: “He perdido a nuestro hijo”.

Durante mucho tiempo había pensado que al convertirte a la edad de 17 años comprabas un billete a una vida feliz y exenta de problemas. Ahora, 20 años más tarde, ¡me encontraba con la dura realidad! No podía creer que me estuviera pasando aquello. “No, ¡no puede ser!” gritaba por dentro. “Esto solo pasa en las películas. ¡Yo no puedo haber perdido a mi hijo!” Me parecía irreal, como si estuviera mirando mi propia vida desde fuera y ya no formara parte de ella.

A mi familia nos encantaba esquiar y era una buena manera de pasar tiempo juntos. Nos moríamos de ganas de ir a los Alpes. Cuando llegamos a Austria, nos encontramos con que hacía un tiempo primaveral; parecía que ya no quedaba nieve. A medida que nos acercábamos a la estación de esquí, mi marido dudaba de que quedara algo de nieve en las montañas. Quiso explorar el terreno rápidamente. Solo quedaban 2 horas para cerrar las pistas y se llevó a los niños con él. Nuestro hijo tenía 10 años por entonces, pero era un esquiador experimentado y llevaba casco. Estuvieron esquiando juntos, pero de repente…ya no estaba.

Colgué el teléfono y de inmediato empecé a enviar docenas de SMS a los amigos, pidiendo que oraran para que encontráramos al niño. Cerraron los remontadores, así que mi marido empezó a subir a pie por la montaña.

Yo me quedé esperando en el parking. Estaba muy oscuro y estaba completamente sola. No sabía ni dónde estaba mi hijo, ni si estaba vivo o muerto. Miraba hacia las montañas y la vista era majestuosa, los picos nevados, el cielo plagado de estrellas. Me hizo sentir tan pequeña e insignificante…pero luego pensé: Dios está observando la situación desde un ángulo totalmente distinto. Ve dónde está mi hijo ahora mismo y puede ayudar a encontrarlo. Entregué a mi hijo a Dios en oración y un coraje sobrenatural me invadió para poder decir: “Por favor, ayúdales a encontrar y rescatar a nuestro hijo. Aunque no esté vivo, seguiré confiando en ti.”

Una mujer que había en el parking intentó ayudarme y, sin pedirme permiso, llamó a una vidente para hacerle la misma pregunta que yo había hecho a Dios: ¿Dónde estaba mi hijo? La vidente dijo que debía quedarme al pie de la montaña porque mi hijo no estaba lejos. Sé lo que la Biblia dice sobre los médiums y adivinos, así que hui de ese lugar y seguí confiando en Dios. Por cierto, mi hijo fue encontrado a una altitud de 2000 metros, casi en la cima de una montaña cuyo nombre traducido del alemán es “la montaña de la iglesia”.

Al cabo de un rato regresé a la habitación del hotel para cargar el móvil. Cogí mi Biblia y la abrí en el libro de Jonás 2:7,9-10:

“Cuando mi alma desfallecía en mí, del Señor me acordé y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo templo…Mas yo con voz de acción de gracia te ofreceré sacrificios. Lo que prometí, pagaré. La salvación es del Señor.”

Las últimas palabras “La salvación es del Señor” me tocaron de manera especial y me aferré a ellas como a una promesa dirigida solo a mí. Pensé en qué podía prometer yo a Dios. Parecía que no tuviera nada que darle, pero entonces le dije: “si salvas a mi hijo, estoy dispuesta a entregarte toda mi vida.” Al cabo de 30 segundos, sonó el teléfono, y mi marido pronunció tres palabras sagradas: “le he encontrado”. Le costó 4 horas y media llegar al lugar dónde estaba nuestro hijo.

El niño se había salido de la pista en un resbalón y había caído muy mal. Se había roto el hombro y se había fracturado la cabeza por tres partes; el casco le saltó al chocar contra las rocas. Al cabo de 5 minutos de que mi marido le hubiera encontrado, llegaba de Múnich el helicóptero con el equipo de rescate y los perros. Después de tantas horas de desespero y confusión, es curioso que el equipo de rescate llegara a la víctima casi al mismo tiempo.

Estaba inconsciente y el helicóptero se lo llevó al hospital, dónde le encontraron una hemorragia cerebral ocasionada por un fuerte impacto. Fue trasladado urgentemente a Innsbruck donde se le realizaron dos largas operaciones. Después empezó un proceso de recuperación de seis meses. Una vez recuperado, pudo volver a jugar a baloncesto y ahora es jugador profesional.

Estoy tan contenta de que cuando sufrimos este trágico accidente ya conociera a Dios y pudiera orar, tener a amigos cristianos orando también, y de que hubiera un Dios a quien pudiera acudir. Respondió a mis oraciones y salvó a mi hijo. ¡A Él toda la gloria y el honor!

 

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