Vivir me hacía daño
Una infancia y una adolescencia perfectas… en apariencia
Era una niña muy feliz, muy positiva. Cada mañana declaraba: “¡Hoy va a ser un buen día!”, a lo que mi madre respondía: “¿Cómo lo sabes?”. “¡Porque lo he decidido!”, le contestaba. ¡Estaba con Jesús!
Hasta donde logro recordar, siempre he tenido una relación con Él. Le hablaba cada mañana de camino al colegio, le dejaba un sitio a mi lado, e iba cada domingo a la iglesia.
En apariencia todo iba bien. Sin embargo, con el paso de los años, una mentira se coló en mi corazón: “No das la talla. No eres suficientemente buena. No estás a la altura. No vas a conseguir nada en la vida. Vienes de un entorno obrero. Tu piel es oscura…”. Un profundo malestar nació en mi corazón. A la vez que iba creciendo, mi tristeza crecía también.
Una espiral de destrucción
En la adolescencia, no tuve ninguna “crisis”. No me rebelé a la autoridad de mis padres. Nada de eso. Por el contrario, devoraba paquetes de galletas a escondidas, guardaba tabletas de chocolate debajo de la cama… la comida era mi amiga, mi refugio, mi confidente. Tenía momentos en los que comía de manera compulsiva, seguidos por crisis de angustia en los que me encogía sobre mí misma en el suelo detrás de la puerta, para que nadie pudiese entrar y me viese de esa manera. Me había convertido en una experta de las apariencias.
Fingir… ¡eso sí que sabía hacerlo! Sonreía a todo el mundo, mientras en mi interior me sentía morir. Reía por un sí o por un no, cuando mi corazón gritaba de miedo.
Cuanto peor me encontraba, más comía. Cuanto peor estaba, más me escondía. Y la situación fue empeorando. Seguía amando a Dios y seguía estando convencida de su amor por mí, pero el dolor era muy grande. Vivir me hacía daño. El sentimiento de no tener valor alguno seguía aumentando en mí como un parásito, como gangrena… Ese sentimiento me consumía.
Una noche tomé todos los medicamentos que encontré y me los tragué sin pensármelo dos veces… Para mi sorpresa, me desperté sin secuelas de ningún tipo, sin nada… Pero mi malestar seguía estando siempre ahí… Viví una larga temporada en la que, cada mañana, me despertaba pensando: “Hoy voy a morir y debo encontrar la forma de hacerlo”. Durante ese tiempo, seguía yendo a la iglesia. Me levantaba en todos los llamados. Cada domingo mi pastor oraba por mí imponiéndome las manos, sin saber la lucha interna que estaba viviendo.
Dios se levantó por mí
La depresión no cesó de la noche a la mañana. Tuve varios intentos de suicidio durante un período de 10 años, más o menos. Pero poco a poco, la luz de Cristo empezó a disolver las tinieblas en mí. Fui sanando poco a poco. Escuchaba muchas canciones de alabanza, y miraba muchos mensajes por Internet, así como leía el Pensamiento del Día de TopChrétien. ¡Me atiborré de la Palabra de Dios, la Biblia! ¡Es mucho más eficaz que el chocolate! Su amor destruyó mi miedo. ¡Jesús me devolvió el gozo! ¡Jesús me devolvió la vida!
¡Curarse de la depresión es posible!
¡Curarse es posible! ¡Tener nuevas ganas de vivir es posible! ¡Yo, que antes era depresiva, ahora se me conoce por ser una persona alegre! ¡Feliz! ¡Entusiasta! Dios rompió 10 años de depresión, y creo que puede hacerlo para cualquiera que se torne hacia Él y le pida ayuda.
Si te ves reflejado en mi historia, si necesitas ayuda o ánimo, por favor contáctame, estaré ahí para ti.
Audrey